jueves, 24 de enero de 2013

EL REINO DE LA MONTAÑA NEGRA

Durante mucho las Sagas del Norte fueron algo más que simples relatos, fueron la transmisión de la historia remota de unos pueblos. Los sacerdotes de aquellos pueblos vieron la necesidad de preservar el secreto de algunos de aquellos textos y los ocultaron.

Más su recuerdo permaneció...

Y en el centro de los textos de otras Sagas, de otras leyendas, y de otros mitos hubo quién ocultó fragmentos de esos textos ocultos. Meras frases, pequeños fragmentos de versos. Nadie parecía darse cuenta de esas líneas. Salvo aquellos protectores que conocían esos textos... 

Pero también casi todos ellos olvidaron...

De la cultura de aquellos sacerdotes y guerreros sólo quedaron unas extrañas estatuas, estatuas que parecían ángeles pero que no lo eran. Cuando las arqueólogos escarbaron descubrieron que había veinte de ellas. 

Nueve estaban situadas en lugares de culto, lugares secretos de la cultura de aquella época, y los estudiosos supusieron que representaban avatares de los hombres de entonces, pero se preguntaban ¿por qué esas alas como los ángeles?

Siete aparecieron en cuevas a las que llegaron tras estudiar las runas y los símbolos que usaban entonces como escritura. Eran más pequeñas que las otras, se diferenciaban en que todas tenían barbas que sobresalían de las capuchas que tapaban sus cabezas, y como las otras también tenían alas...

A las Tres siguientes llegaron tras esas. Estaban ocultas en construcciones secretas en el centro de los grandes bosques. Eran más efímeras, más hermosas, más etéreas, pero tenían el mismo aspecto en sus vestiduras que las otras que habían aparecido.

Y se hablaba de en los textos se hablaba de una última estatua. Una estatua alzada un un territorio de frío, de desolación, de muerte... 

Entonces, mientras surgían esos descubrimientos surgió un hombre en Inglaterra, un hombre versado en las lenguas y las tradiciones, un hombre que escribía de elfos, de dragones, de enanos y de hombres. Aunque el descubrimiento fue guardado en secreto, él lo recordó y espero el momento apropiado para usarlo. Su nombre era J.R.R. Tolkien. Tolkien por esa época estaba comenzando "El Señor de los Anillos" pero no sabía como continuar la historia de Bilbo. Cuando más difícil lo tenía surgieron varios elementos que le dieron una idea de que debía ser el Nexo de la historia que estaba escribiendo.

Un Anillo de una Saga. Una vieja leyenda. Y este descubrimiento hizo surgir en él una idea.

Y así surgió el poema:

Tres Anillos para los Reyes Elfos bajo el cielo.
Siete para los Señores Enanos en palacios de piedra.
Nueve para los Hombres Mortales condenados a morir.
Uno para el Señor Oscuro, sobre el trono oscuro
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.
Un Anillo para gobernarlos a todos. Un Anillo para encontrarlos,
un Anillo para atraerlos a todos y atarlos en las tinieblas
en la Tierra de Mordor donde se extienden las Sombras.

Más hubo quienes despertaron de su letargo y escucharon la llamada tras esos versos. En América, y en Europa, y en aquellos lugares del mundo dónde estaban los descendientes. Algunos no habían olvidado su trabajo de protección de aquellos fragmentos de historia que debían permanecer ocultos. Elegían a los nuevos herederos de ese destino entre los nacidos entre el 23 y el 27 de abril de cada año.

Los nueve representaban a los guardianes de la mitología del norte, de las Sagas, y fueron escogidos de entre todos los que vivían en Islandia, Suecia, Rumanía y Dalmacia. Sus apellidos comenzaban por K, L, y M. Pero no se reunieron en la región de Dalmacia. No estos dálmatas de la región del mismo nombre de Servia y Croacia hicieron su reunión en un lugar del Norte del Continente Americano. Todos tenían tres características particulares: les gustaba leer, viajar y beber agua...

Los siete vivían en Europa dedicados a la mitología celta y de antes de los celtas, se reunieron en España, dónde muchos de ellos aún vivían. También ellos elegían a los protectores entre los que tenían apellidos que comenzaban por K, L, M. Y, también entre los nacidos en las fechas del mes de abril.

Más los tres permanecieron ocultos, ayudando desde las sombras y la memoria, y no se mostraron.

El que sí apareció fue el que representaba a los descendientes del Protector de la Última Estatua. También él había despertado de su letargo en los fríos helados donde se ocultaba su estatua en la Antártida. Aunque sus descendientes no vivían allí. Allí había vuelto aquel que ahora lo representaba.

Todos debían acudir al lugar de reunión de los protectores. Ese lugar era llamado Reino de la Montaña Negra.

Todos acudieron a Carcasonna, al castillo de Roquefère, en la Montaña Negra. Allí se guardaba el oscuro códice con los nombres de las familias que protegían el antiguo legado las que no habían olvidado y las que lo habían hecho.

Cada familia un anillo, cada anillo un destino, y todos destinados a proteger el Destino de la Humanidad.

Los coches fueron llegando, y los protectores fueron colocándose en sus asientos. Más tres faltaban para ocupar sus puestos: el que guardaba la estatua de la Antártida que residía en Argentina, uno de los protectores de los mitos de antes de los celtas que residía en España, y la protectora de las Sagas Nórdicas que residía en algún lugar de Canadá. La reunión iba a comenzar y ellos no llegaban. El Señor de la Biblioteca, su protector y guarda hizo llamar a su ayudante con urgencia. Sentía un temor extraño en ese momento.

- Martinus -le dijo-, toma esta llave y vete de aquí. Vé a España. 

Le entregó un mapa con un texto.

- El mapa y el texto te guiarán a ti a la Biblioteca oculta en algún lugar de esa península. Busca al protector que reside en España y a la protectora que reside en Canadá. Encárgales que te ayuden en la protección de la Biblioteca. Algo malo va a suceder.

Y el ayudante salió de allí rápidamente por un pasadizo. Cogió en la salida una una moto de cross que estaba allí aparcada  y se alejó campo a través. Dejaba atrás a su maestro y en su cabeza resonaban todavía sus palabras.

Lejos de allí...

Eran las 12:30 en Hamilton, Ontario, la nieve cubría la una zona de recreo donde la gente solía ir a patinar, y los jóvenes gustaban de, de vez en cuando, echar monedas mientras esperaban para entrar en el City Hall.

Slava paseaba por la calle principal mirando las tiendas mientras hacia tiempo para volver a casa. Tenía 34 años y sentía que le faltaba algo en su vida. Se había mudado a esa población desde Toronto tras la muerte de sus padres. Su cabello castaño claro estaba cubierto con un gorro mientras una bufanda cubría su garganta por encima del jersey granate y el abrigo marrón que en ese momento llevaba puesto. Varias jóvenes la miraban con envidia pues tenía el aspecto de una modelo. Ella no se enteraba normalmente de esas miradas.

Estaba preocupada, su tío paterno Miroslav Koric se había puesto en contacto con ella para enviarle una llave de plata  en una cadena, pero no le había dicho que podría abrir. Ella sabía que su padre les ocultaba algunas cosas, y recordaba de vez en cuando lo que le enseñaba.

Al mirar con detenimiento la llave se dio cuanta de que tenía un diseño que para ella era muy familiar. Era igual al diseño de un anillo que su padre solía poner en las fiestas especiales, pero que normalmente nadie sabía donde guardaba.

No sabía que hacer, tendría que buscar pues creía que esa llave abría el lugar donde su padre guardaba esos secretos familiares que eran inconfesables.

Tendría que recorrer la casa antes para buscar el lugar antes de marcharse de allí. Le había salido un buen trabajo en Los Ángeles y quería aprovechar la oportunidad. Además, gracias a ese trabajo no tendría que vender la casa familiar, y eso la llenaba de alegría.

A unos 5600 kilómetros de allí...

Ángel Mateira estaba sentado en una mesa de la Biblioteca de la Fundación Caja Madrid. Estaba en Santiago de Compostela. Le gustaba ir allí a estudiar, a trabajar, o simplemente a observar a la gente. En su mano llevaba puesto un anillo de plata que había heredado directamente de su abuelo paterno. Nunca había comprendido la razón de que se le entregase y no al mayor de sus primos que según las normas de la heráldica debería haber sido el depositario.

No había sido así.

Según su abuela, su abuelo antes de morir le había dicho que entregase ese anillo al segundo nieto varón que llévase el apellido Mateira.

Se lo había entregado cuando Ángel tenía unos ocho años. Durante mucho tiempo lo tuvo guardado junto a un viejo mapa que encontró mientras limpiaba con sus padres hacía varios años en la casa familiar. Más en los últimos tiempos lo ponía de vez en cuando. Sentía que era como una necesidad. Sobre todo cuando alguno de los sacerdotes que trabajaban en el entorno de la Catedral de Santiago le encargaba ir a alguna casa antigua en la que había residido algún clérigo para revisar los libros que allí había, o algún bibliotecario le encargaba la revisión de cajas que le llegaba de viejos libros y documentos. Era entonces, sobretodo  entonces, cuando ponía el anillo en su mano izquierda. Era como si recibiese desde algún lugar una llamada a ponérselo.

Ahora estaba en la Biblioteca. Allí pasaba muchas horas estudiando para bibliotecario y archivero.

Un hombre entró. Su pelo era cano y llevaba gafas. Vestía un traje gris y sobre este una parca de tela entre gris y azul, y corbata de rallas granate, gris y hueso. Se acercó a donde estaban los encargados de la biblioteca y se puso a hablar con ellos. Parecía que estaba buscando algo o a alguien.

Ángel estaba preocupado. En los últimos días había estado escuchando barbaridades por parte del ladrón del Códice Calixtino, y él que pasaba muchas horas en el entorno de la Catedral no podía creerlas. "¿Qué estaba sucediendo realmente?", se preguntaba una y otra vez.

Entonces uno de sus tíos llamó desde León a sus padres. Había llegado una carta para su difunto abuelo. El remite procedía de París.

Su padre no podía viajar debido a una operación. Así que autorizo a Ángel para que estuviese presente en la apertura de la Carta. A lo mejor era para algo importante.


Martinus, cuyo verdadero nombre era Martin Sayn llegó lejos con la moto, más hubo de dejarla oculta cerca de Aux-les Thermes. En los bosques próximos al noreste de la población. Tenía que entrar en España de forma que no llamase mucho la atención y decidió entrar a través de Andorra. Era una forma indirecta de llegar a dónde le interesaba. Esperó un autobús, que lo llévase a donde quería, tranquilamente en una cafetería.

Esperó varias horas. Sentado. Observando a la gente que pasaba.

Cogió un teléfono móvil de prepago que le había entregado su maestro y llamó a la gendarmería para que acudiesen al Castillo de Roquefère. Dio aviso de que la gente que estaba allí reunida corría grave peligro. Después colgó.

Vio al autobús llegar. Se subió a él y se sentó en la esquina derecha al final del mismo.Oculto por las sombras. Allí nadie vería lo que iba a hacer. Se puso unos guantes de látex  desmontó el teléfono móvil completo y limpio sus componentes de huellas y posibles restos de ADN. Después volvió a montarlo completo, lo metió en una bolsita de plástico transparente, y esperó. Cuando el autobús hizo su tercera parada marco otras vez el número de la policía tras bajarle el volumen al mínimo y aprovecho para meterlo en la mochila de un chico que sentado en el asiento de delante se disponía a bajar del autobús.

Al principio las fuerzas del orden no creyeron la primera llamada. Sin embargo, cuando recibieron la segunda llamada del mismo número y nadie les respondía tuvieron la certeza de que algo sucedía. Comprobaron el número y vieron que era un número prepago comprado por la empresa Black Mountain Enterprises. Según el registro  la empresa se dedicaba a la importación y a la exportación, pero no se podía determinar que era lo que importaban y exportaban, y los integrantes de esa empresa estaban  reunidos en el castillo de Roquefère. Llamaron al puesto más cercano al castillo y se ordeno enviar allí una patrulla para ver que pasaba. Mientras técnicos localizaban la señal del teléfono. Eso no les costó mucho. Localizaron la llamada actual en una pequeña localidad del sur de Aux-les Thermes.

Cuando la patrulla recibió la orden de ir al castillo a comprobar si allí todo estaba en orden. Pensaban en todas las veces que les hacían ir a los sitios por nada.

Al llegar, nada los recibió salvo el silencio. La entrada del castillo estaba abierta. Las luces en el interior apagadas. Y se sentía un ambiente que recordaba el de los cementerios por la noche.

- A ver si nos han mandado para vigilar si hay algún fantasma…
- Deja ya las tonterías. Llamemos a la puerta.

Llamaron a la puerta y esta se abrió como si unas oscuras fauces se abrieran ante ellos. Los agentes encendieron sus linternas e iluminaron el interior, mientras fuera, en el exterior brillaba una hermosa luna llena. Entraron y encendieron las luces. Fueron comprobando cada habitación. No había rastro de la gente. Pero allí había habido gente, gente que parecía haber desaparecido dejando las cosas sin terminar de hacer como si los hubiesen interrumpido en medio de sus trabajos.

Fue al salir cuando junto a la puerta del salón principal uno de los agentes la vio. Era una solitaria mancha de sangre situada entre la puerta y un mueble de forma que si no te fijabas no te dabas cuenta de que estaba allí.

- Llamémos a la central aquí ha pasado algo grave. Todo esta colocado como si se hubiese huido de golpe ante algo. Y ese algo ha herido o matado.
- Vale. Esto me esta dando escalofríos.



(CONTINUARÁ)


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