domingo, 4 de octubre de 2015

El Espejo de Narona

Cerca de Narona existió un castillo durante la Edad Media. Un castillo que fue olvidado por todos con la excepción de aquellos que lo heredaban. Un castillo sobre el que había caído hace largo tiempo una extraña maldición. Ruinas aisladas en una montaña en la zona de Dalmacia.

Nada ni nadie sabía que causaba esa maldición. Una maldición que  había causado la muerte de los hombres y la desaparición de cientos de mujeres y doncellas.

El último de los herederos temeroso de la maldición vendió las ruinas, el terreno, y los objetos que hubiesen sobrevivido a un francés muy rico. El hombre durante mucho tiempo exploró los restos abandonados del viejo castillo, llegando a zonas que hacía mucho no habían sido pisadas por el hombre. Sus ojos descubrieron entonces una entrada hacia un sótano. Las escaleras de piedra descendían en su boca negra y tenebrosa. Bajo a las profundidades del castillo, explorando, buscando, observando… Y en aquellas antiguas y ruinosas mazmorras descubrió cientos de muebles que cubiertos por telas y el polvo de siglos, algunos deshaciendo en añicos por causa del ambiente y la falta de aire.

Los ojos de aquel hombre brillaron, era mucho dinero que podría ganar una vez restaurados aquellos muebles que brotaban profusos por cada galería y antigua celda.

Exploró cada rincón. Cuando ya pensaba que no había nada más que encontrar se fijó en una puerta de madera que hasta ese momento le había pasado desapercibida. La abrió. Penetró a través de ella y descubrió muchas celdas vacías y abandonadas donde las cadenas colgaban como viejos murciélagos esperando una víctima permanente para habitar en aquellas tinieblas. Las telarañas no dejaban ver más allá de unos dos metros. Aquella galería abandonada terminaba en una celda cerrada con siete llaves, pero cuya madera ya estaba degradada por la humedad del lugar lo que hizo que no fuese difícil de abrir. Allí había Doce esqueletos colgados de cadenas rodeando algo que permanecía cubierto por una pesada lona que si era complicada de mover.

Con esfuerzo sacó de allí aquel objeto cubierto y lo colocó en otra de las celdas, oculto a la vista. Cuando al fin salió y se encontró en el exterior mandó avisar a las autoridades. Tras un estudio cuidadoso descubrieron que los cuerpos eran de 12 mujeres. Pero no eran cuerpos de la época medieval. Eran de hacía unos 120 años atrás.

El sacerdote de la villa cercana recordó algo escrito por uno de sus antecesores en el libro de la parroquí sobre la desaparición de varias jóvenes hermosas, alguna de ellas el día antes de su boda con el que debía ser su marido. La culpa recayó en un vampiro. Más nadie nunca encontró al vampiro en cuestión.

En la oscuridad de la noche cuando ya todos los investigadores habían partido de allí. Volvió a bajar. Sacó de la celda el aparatoso bulto, más aparatoso que pesado. Llegó a la conclusión que lo más pesado era la lona que lo cubría. Una gruesa lona negra. Lo llevó a su casa. Allí lo destapó descubriendo un espejo.

Era un espejo de estilo gótico con forma oval y que tenía diversas piedras preciosas, amatistas, zafiros y rubíes, colocadas en el marco de una forma muy especial. Había algo extraño en ese espejo. Algo tremendamente extraño…

Cada vez que lo miraba sentía algo intenso y terrible. Parecía como si unas manos arrugadas y que parecían garras quisiesen salir del espejo en busca de algo o de alguien. Lo giró y en el metal oscuro de la parte de atrás vio algo tallado, unos caracteres escritos y una figura enjuta dibujada con unos ojos que parecían las cavernas oscuras de la muerte… El hombre copio toda la imagen de la parte de atrás para investigar sobre el origen del espejo, a quién perteneció, y saber que había de inhumano en él objeto.

El texto que había escrito estaba en latín. En un latín propio de los monasterios del norte de Francia, quizá de Bélgica u Holanda. Así se lo hizo saber un amigo sacerdote de Sibenik, pero que lo poco que él había entendido hablaba de lujuria, de placer y perdida. Le recomendó destruirlo.

Esa misma noche después de la celebración eucarística cuando el sacerdote salía de la iglesia un rayo cayó en el pararrayos este es rompió precipitándose al vacío y alcanzando al sacerdote ante la mirada aterrada de los fieles que allí había.

El temor hizo que inmediatamente el hombre se deshiciese el espejo pues temía destruirlo. Se lo vendió a un noble inglés. El noble ingles era uno de los Fitz-James. Después de lo que tras vender lo que quedaba del castillo y de los muebles que había en él encontrado el hombre abandonó Europa. Se fue a algún lugar de Africa y nadie volvió a saber de él.

Fue el azar más que otra cosa lo que hizo que el espejo terminase olvidado en una de las múltiples casas señoriales de la familia. Hasta que durante una de las últimas mudanzas de la familia terminó en España donde el Duque de Berwick se lo regaló a un amigo James Dehe.

James Dehe lo estudió, le interesaba el texto que tenía escrito en la parte trasera. Consiguió traducir el texto después de muchos esfuerzos. Más el espejo le fue robado.

(CONTINUARA….)