Vagamente recordaba su nombre del pasado, Berto o Roberto. Vio castillos de antiguos reyes que eran como él mismo ruinas. No obstante, aún en esas ruinas había vida. Necesitaba volver pero nada sabía de Juan o de Nerea, tampoco sabía nada de la novia de Juan y sólo recordaba fugaces destellos de Sergio.
Sergio había tratado de ayudarlos a través de su hermano. Pero la fatalidad impidió cualquier ayuda, cerrando el paso a quienes intentasen salvar sus almas atormentadas.
Sin embargo, algo lo llamaba otra vez desde Avilés.
Berto se encontraba de pie, mirando por la ventana de su piso en Madrid. Su último recuerdo fue para Nerea. La última vez que la vio no era ella misma, era un monstruo que gritaba obscenidades.
Sacudió la cabeza., tratando de olvidar esa última y siniestra visión de Nerea.
Desde que aquel ser los atacó había recorrido senderos que nadie recorrería ni siquiera de día. Había sobrevivido y se ocultaba en Madrid, en un piso cerca de la Puerta de Guadalajara aunque tenía otros en cada una de las doce puertas de la ciudad. Todos esos pisos eran parte de su herencia y serían la herencia que dejaría a sus descendientes.
Había sobrevivido. Eso era todo. Todavía no podía comprender como había sobrevivido, pero lo había hecho.
Se concentró en observar los matices grises tan particulares de las nubes. La noche sería oscura, fresca. Las calles de Madrid parecía que lo llamaban a partir, a volver a Avilés, peor había decidido no volver jamás allí. Desde aquel ataque sentía como una sombra lo buscaba en la tierra que había abandonado. Debía ser valiente, fuerte. Sin embargo, algunas noches gritaba de terror ante el miedo de sus sueños.
Había sobrevivido gracias a su bondad, peor ahora lo acompañaba un arma de doble filo: la desesperación.
La verdad cuando dormía sentía una extraña sensación. Sentía que volvía a estar en su piso de Avilés y dos hombres vigilaban la entrada de la calle. Dos hombres siniestros, altos como sombras de oscuridad ocultando su rostro. Parecían nacidos del odio, del miedo. Sí, eran los mismo que trataron de convertirlo en uno de ellos y fracasaron.
Era una fría y nauseabunda sensación que surgía muchas noches al acostarse. La sensación que llevaba aquel demonio que convirtió a Nerea en aquella obscenidad de locura. Ahora no podía verla pero todavía la sentía como una presencia detrás de él, una locura que todavía le hacia palidecer.
Se aguantó el miedo, a las siete tenía que ir a la iglesia de San Miguel.
Sólo ahora, después de todo lo sucedido, mientras miraba otra vez por la ventana el cielo gris, se daba cuenta de que esos pequeños detalles de fe eran lo que lo habían salvado de convertirse en un demonio o algo parecido. Iba a la iglesia y rezaba. Rezaba por sus familiares por su padre y su madre, por su hermana, y también por las almas de Juan y Nerea. Una o dos veces al día, intercalaba a las lecciones propias de sus conocimientos académicos, sutiles lecturas de libros arcanos y de ajedrez. Aprendía ejercicios del espíritu y la mente que sospechaba necesarios para vencer a ese ser de pura maldad.
Berto aún era capaz de sentir esa presencia en la oscuridad. Buscándolo. Tratando de atarlo a las tinieblas. Sí, era en tardes como ésta cuando el sol despedía poco a poco el día, oculto tras un manto gris de nubes, cuando necesitaba recuperar fuerzas y mantener su libertad.
Su libertad era merecida. había luchado por ella, la batalla por su alma había concluido, o eso parecía. Ahora debía buscar y salvar a los otros que lo necesitaban.
Berto miraba la tarde inquieto. Entre vencer y decir que has vencido hay una gran diferencia, una diferencia que puede resultar aplastante y mortal.
La tarde pasó, llegó la noche. Se acostó tarde. Sintió como si la oscuridad de la habitación hacia encoger su corazón. La parecía que le podía dar un infarto en cualquier momento.
Con ese miedo se quedó dormido. En la oscura presencia de la noche que lo vigilaba.
Sergio había tratado de ayudarlos a través de su hermano. Pero la fatalidad impidió cualquier ayuda, cerrando el paso a quienes intentasen salvar sus almas atormentadas.
Sin embargo, algo lo llamaba otra vez desde Avilés.
Berto se encontraba de pie, mirando por la ventana de su piso en Madrid. Su último recuerdo fue para Nerea. La última vez que la vio no era ella misma, era un monstruo que gritaba obscenidades.
Sacudió la cabeza., tratando de olvidar esa última y siniestra visión de Nerea.
Desde que aquel ser los atacó había recorrido senderos que nadie recorrería ni siquiera de día. Había sobrevivido y se ocultaba en Madrid, en un piso cerca de la Puerta de Guadalajara aunque tenía otros en cada una de las doce puertas de la ciudad. Todos esos pisos eran parte de su herencia y serían la herencia que dejaría a sus descendientes.
Había sobrevivido. Eso era todo. Todavía no podía comprender como había sobrevivido, pero lo había hecho.
Se concentró en observar los matices grises tan particulares de las nubes. La noche sería oscura, fresca. Las calles de Madrid parecía que lo llamaban a partir, a volver a Avilés, peor había decidido no volver jamás allí. Desde aquel ataque sentía como una sombra lo buscaba en la tierra que había abandonado. Debía ser valiente, fuerte. Sin embargo, algunas noches gritaba de terror ante el miedo de sus sueños.
Había sobrevivido gracias a su bondad, peor ahora lo acompañaba un arma de doble filo: la desesperación.
La verdad cuando dormía sentía una extraña sensación. Sentía que volvía a estar en su piso de Avilés y dos hombres vigilaban la entrada de la calle. Dos hombres siniestros, altos como sombras de oscuridad ocultando su rostro. Parecían nacidos del odio, del miedo. Sí, eran los mismo que trataron de convertirlo en uno de ellos y fracasaron.
Era una fría y nauseabunda sensación que surgía muchas noches al acostarse. La sensación que llevaba aquel demonio que convirtió a Nerea en aquella obscenidad de locura. Ahora no podía verla pero todavía la sentía como una presencia detrás de él, una locura que todavía le hacia palidecer.
Se aguantó el miedo, a las siete tenía que ir a la iglesia de San Miguel.
Sólo ahora, después de todo lo sucedido, mientras miraba otra vez por la ventana el cielo gris, se daba cuenta de que esos pequeños detalles de fe eran lo que lo habían salvado de convertirse en un demonio o algo parecido. Iba a la iglesia y rezaba. Rezaba por sus familiares por su padre y su madre, por su hermana, y también por las almas de Juan y Nerea. Una o dos veces al día, intercalaba a las lecciones propias de sus conocimientos académicos, sutiles lecturas de libros arcanos y de ajedrez. Aprendía ejercicios del espíritu y la mente que sospechaba necesarios para vencer a ese ser de pura maldad.
Berto aún era capaz de sentir esa presencia en la oscuridad. Buscándolo. Tratando de atarlo a las tinieblas. Sí, era en tardes como ésta cuando el sol despedía poco a poco el día, oculto tras un manto gris de nubes, cuando necesitaba recuperar fuerzas y mantener su libertad.
Su libertad era merecida. había luchado por ella, la batalla por su alma había concluido, o eso parecía. Ahora debía buscar y salvar a los otros que lo necesitaban.
Berto miraba la tarde inquieto. Entre vencer y decir que has vencido hay una gran diferencia, una diferencia que puede resultar aplastante y mortal.
La tarde pasó, llegó la noche. Se acostó tarde. Sintió como si la oscuridad de la habitación hacia encoger su corazón. La parecía que le podía dar un infarto en cualquier momento.
Con ese miedo se quedó dormido. En la oscura presencia de la noche que lo vigilaba.
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